También hay marcas que sanan

Las experiencias dolorosas dejan huella. A veces es evidente: el cuerpo se tensa, el sueño cambia, la confianza se reduce. Otras veces, el impacto es más difícil de identificar, pero sigue ahí, influyendo en cómo nos relacionamos, cómo interpretamos el presente o cómo nos sentimos con nosotras mismas.

El trauma —en cualquiera de sus formas— tiene efectos reales. No se trata de “recordar el pasado”, sino de cómo ese pasado quedó registrado en nuestro sistema nervioso. Muchas personas viven en alerta constante, dudan de su valor o repiten patrones que no eligieron conscientemente. Todo esto tiene explicación. Todo esto merece respeto.

Pero hay algo que también es cierto, aunque muchas veces pase desapercibido: no todas las experiencias que dejan marca son negativas. También existen momentos que, aunque no borran el dolor, tienen un impacto reparador.

Un gesto de apoyo en el momento justo. La decisión de pedir ayuda. Un espacio terapéutico donde, por primera vez, alguien valida lo vivido sin minimizarlo. La sensación de poder poner en palabras lo que antes solo se sentía como confusión o vergüenza.

Estas experiencias también dejan huellas. Y no son menores. Sabemos que el cerebro tiene la capacidad de reorganizarse cuando recibe nuevas experiencias seguras. No cambia de un día para otro, pero cambia. La neuroplasticidad permite que poco a poco el cuerpo y la mente aprendan a salir del modo supervivencia. Esto no significa olvidar el pasado, sino construir una relación distinta con él.

Reconocer el impacto del trauma es necesario. Pero también lo es reconocer lo que sí ha funcionado. Lo que te ha sostenido. Lo que te ha permitido seguir, aunque fuera a paso lento.

No te define solo lo que te pasó. También te han construido las veces que buscaste apoyo, de las herramientas que has desarrollado, de los momentos —grandes o pequeños— en los que comenzaste a sanar.

Y eso, aunque no siempre se note a simple vista, también deja marca.